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Víctor Falcón Castro

Esto no es un sueño

 

 

Quiero suicidarme. Así acabaría todo. La única vez que lo intenté, rompí el vaso contra el suelo. Las pastillas estaban disueltas. Me siento así: quebrada en pedazos.

 

Nadie me creería. Si yo misma me lo contara, tampoco.

Al verlo, con su corbata de seda, camisa y traje impecables... imposible. Su sonrisa, ojos azules, mirada tierna... pidiéndome que lo acaricie, lo bese, besándome, oliéndome, respirando su olor a lavanda mezclada con mierda; sintiendo su barba rasparme la cara, el cuello, el pecho, la barriga... Veo cómo empieza a transformarse, a respirar como un animal encima de mí, quitándome la ropa lentamente o arrancándomela cuando tiene prisa, sujetándome los brazos, mordiéndome los hombros, arañándome la espalda y pasando su lengua por todo mi cuerpo. Me hace sentir asqueada, sucia. Veo su felicidad: lo consiguió de nuevo.

 

Quisiera despertar en ese momento y pensar que fue un sueño. No puedo. Sigue allí. Sus dedos empiezan a recorrerme. Me pide que coja el regalo que tiene para mí, acarícialo, bésalo, hazlo, crecer. No demora en hacerlo entrar. Es horrible. Quisiera llorar. Lo siento invadirme, romperme, hacerme daño. Sabe que puede hacer conmigo lo que quiera. Lo oigo susurrar, insultarme, decirme que soy su puta... se mueve rápidamente. Con fuerza. Estalla. Le gusta hacerlo dentro de mí, siempre gimiendo y antes de desplomarse a un lado para quedarse dormido.

Sería tan fácil acabar con él en ese momento.

 

Despierta, me mira con cariño, se viste y antes de irse jura que no sucede nada malo, es nuestro secreto y siempre termina diciendo te amo, te amo, te amo. Te amo tanto como a tu mamá y a tus hermanos.  

 

No puedo contárselo a nadie. Me tomarán por loca, degenerada, puta. Soy su puta.

A veces pienso en lo que me decía cuando era niña y me pasaba algo: todo va a salir bien. Es mentira. Esto no va a cambiar.

 

A mi madre le daría igual. Cada día más callada, ensimismada, olvidando quién soy y volviéndose un fantasma que vaga por la casa. Nunca voy a poder alcanzarla ni contarle cómo me siento.

 

Lo odio. Es algo duro, simple, inconfundible. Me arrastró hacia donde nunca quise ir. ¿Cómo deshacer el daño que ha hecho? Una parte de mí ha muerto por su culpa y todos los días me doy cuenta de ello.

Lo odio por ser tan perfecto en todo y porque desmentiría cualquier cosa que yo pudiese decir en su contra.  

 

Pero sobre todo, lo odio por el placer que estoy empezando a sentir cada vez que me fuerza a hacerlo.

 

© Víctor Falcón Castro

 

Muros rojizos

 

 

No sé cuánto tiempo habré estado dormida. ¿O inconsciente? Lo único que recuerdo es un dolor muy intenso antes de despertar debajo de mi cama.

 

Me extraño al ver cómo han quedado mis cosas: las sábanas están rasgadas y apiladas en un esquibna y todos los libros despedazados en otra. Mis discos están rotos y regados por el suelo. La pantalla del televisor tiene una botella atravesada. El espejo ha quedado inservible.

 

Trato de caminar con cuidado hacia la sala, pero algunos pedazos de vidrio se me clavan en los pies.

Antes de salir del cuarto, reparo en que las paredes y el techo se encuentran manchados de sangre. La reconozco con facilidad: todo está impregnado de ese olor ácido y empalagoso.

 

No recuerdo qué pasó, pero no tengo miedo. Al salir, tropiezo con una maceta estrellada. Los jarrones están quebrados y los adornos -o lo que queda de ellos- se encuentran esparcidos. La vitrina que había en el centro de la sala está vacía. Algo que llama mi atención es que las cortinas siguen en su lugar, pero también están manchadas de sangre. Las ventanas están rotas. Trato de cerrar la única que aún sirve; me corto la mano.

Empiezo a sangrar. Entro al baño a ponerme algo.

 

Quedo estática al ver lo que hay dentro de la tina: el cuerpo de un hombre desnudo. No logro reconocerlo: le han arrancado los ojos, las manos y parte de la piel del rostro. Siento náuseas. Le tapo la cara con una toalla.

Me ato una venda alrededor de la mano, sin presionarla demasiado.

 

Tengo que avisarle a alguien lo que ha pasado, pero llevo menos de dos meses en esta ciudad. No sé a quién decírselo.

Camino de regreso a mi habitación. Veo una de las manos del hombre tirada en el suelo. No tiene piel y está deformada; quizá sirvió para esparcir sangre. Evito tocarla. Me doy cuenta de que no tengo nada que ponerme: toda mi ropa está arruinada. Aún tengo ésta, me servirá hasta que pueda conseguir algo.

 

Me pongo el único par de zapatos que encuentro, me amarro elpelo y trato de maquillarme. Salgo del edificio.

Esoy confundida, no puedo recordar nada, no sé adónde ir, no sé qué va a pasar. Lo mejor será pensar lo que voy a decir antes de avisarle a la policía.

 

Me siento en una banca de la calle. Trato de armar mentalmente algo. No puedo. Todo el mundo creerá que yo lo hice. Soy la única persona que vive ahí, nadie me conoce bien, es inútil. Miro mi mano: los dedos están abultados.

 

Entro a la sección de limpieza del supermercado. Cojo varios paquetes de bolsas, botellas de ácido, trapeadores, detergente y cajas armables.

Llego a casa. Dejo lo que compré en el piso y cargo las botellas conmigo. Me aseguro de que la tina haya quedado sin agua, abro uno de los frascos y echo el contenido en el cuerpo del hombre. El encargado del supermercado tenía razón: es muy potente. No quedará nada de él.

 

Destapo con dificultad las demás botellas y las vierto encima. Siento un olro muy fuerte. Salgo y empiezo a guardar lo poco que ha quedado servible dentro de las cajas. Los electrodomésticos están en buen estado, salvo la batidora. Está manchada de sangre. Evito pensar en la posibilidad de que los ojos -tal vez la otra mano- estén ahí. La desconecto y la pongo en una bolsa.

 

La mitad del cuerpo se ha disuelto. Regreso a mi habitación y lavo las manchas de sangre con detergente. Las paredes han quedado con un tono rojizo. El olor es casi inexistente. Suena el timbre. No contesto.

Lanzo seis bolsas llenas por el ducto de basura y salgo a la calle. Recuerdo lo que me falta hacer: comprar comida, echar gasolina, comprar pastillas para el dolor... Me detengo en un cajero automático. Trato de retirar todo lo que queda en mi cuenta. El sistema me lo prohíbe.

Sigo caminando y paso delante de una farmacia. Pido una caja de analgésicos. El dolor que siento en la mano se hace cada vez más fuerte. Iré al doctor mañana. Compro varias latas de comida y botellas de agua en el supermercado. Son casi las nueve de la noche. Del cuerpo solo quedan algunos músculos. Voy a la cocina y abro tres latas de comida. Las consumo del envase. Siento algo de dolor al masticar: es lo primero q          ue como en el día.

 

He dormido durante un rato. Son las once y media. Me levanto, voy al baño y me lavo los dientes y la cara. Hago un repaso de las bolsas que quedan, las tiraré más tarde.

Logro poner las siete cajas que llené en la parte trasera del auto. Pese a que poca gente vive en este edificio, me costó trasladarlas. Pagué tres meses de alquiler por adelantado, así que no tendré problemas con el dueño. Además, no ha pasado nada grave y no queda evidencia alguna de lo que había, salvo el tono rojizo de las paredes del cuarto. Es imposible que alguien lo asocie con sangre.

 

Bajo por las escaleras, entro al auto y lo enciendo. Le queda poca gasolina.

Trato de no forzar la mano al conducir, aún me duele. No dejo de pensar en lo que ha pasado. Creí que todo iba a acabarse al llegar a este sitio. Me equivoqué. Lo peor es que el cuerpo que encontré esta vez estaba muy herido, mucho más que los anteriores. Quiero pensar que esta clase de suerte dejará de seguirme, quizá sea un deseo vano. Me detengo a echar gasolina mientras pienso qué ciudad sería ideal para empezar de nuevo.

 

 

© Víctor Falcón Castro

 

Entre fantasmas

 

Ella

Una mañana nublada, sin nada que la distinga de las otras.
Sale de su edificio envuelta en un abrigo.
Entra en una cafetería.
Desayuna té verde.

Mauricio

43 años. Gerente. Lo conoce desde hace más de un año.
Cuatro de la tarde. Se encuentran en el bar del hotel acostumbrado. Eso la libra de la competencia y de pagarle a la administradora la comisión por cada hombre que recibe. Mauricio suele decirle que debería irse de ahí: es de lejos la mejor de la casa.
Toman coñac y oporto. Luce más tenso que de costumbre. Dos preguntas bastan para que le cuente cómo pasó la semana.
Ella no lo interrumpe, nunca interrumpe cuando los clientes hablan.
Mauricio ha decidido divorciarse, al fin se librará de su esposa.

Le quita toda la ropa y la echa en la cama. Sus ojos enrojecidos traslucen cansancio.
-Ven conmigo -ella lo toma de una mano.
Entran al jacuzzi. El agua lo reanima. Mauricio está agotado por su trabajo. Ella le sugiere vacaciones, él la mira con ironía.
Se recuestan en la cama. Mauricio pide pastel y helado al departamento de servicio al cuarto mientras ella se inclina, y comienza a chupárselo. Él guía su cabeza con una mano, sostiene el auricular con la otra.
Cuelga, la toma de la cintura y se tiende sobre ella. Es el único con el que no usa preservativos. Los exámenes de sangre trimestrales respaldan la confianza; gana dinero por el acuerdo.
Ella intenta no sentir placer.
Dentro de poco, Mauricio será libre.
Mauricio le da un mordisco al pastel; ella le pone helado en el pecho y lo quita con su lengua. Él la sujeta de los brazos y entra con fuerza. Ella no lo apura, como suele hacer con los otros.
Quiere llegar al orgasmo. No puede; simula uno. Es verosímil: ligero y silencioso. Mauricio se satisface. Los hombres suelen complacerse cuando ocurre. Lo ha fingido con muchísimos, no recuerda haberlo tenido con ninguno.
Mauricio termina. Ella queda encima de él, le pide no retirarse. Él siente mucho sueño.
Dentro de poco será libre.

Ella

Días huecos. Clientes anónimos. Hombres que pagan por media, una o una hora y media.
Un ritual mecánico: quitarse la ropa, ponerles preservativos, echarse, recibirlos, gemir, hacer que terminen, ser cariñosa, despedirlos con un beso y pasar al siguiente. Con los guapos, intenta alargar el momento.
Atiende hasta a doce en un día. A todos con la misma dedicación, y los olvida cuando cierran la puerta de su cuarto.
Hombres huecos. Invisibles. Anónimos. Inexistentes.

Mauricio

Paga por el mejor cuarto y botellas de cerveza.
-Me ascendieron -Mauricio se fastidia al cerrar la puerta.
-¿Por qué te molesta tanto?
-Más responsabilidades, más empleados, más todo.
-Más dinero.
-Ni siquiera puedo ver a mis hijos.
Ella lo abraza. Sonríe al oírlo hablar de sus hijos.

Lo hacen de pie en la ducha. Él está impaciente.
Ella se esfuerza por darle lo mejor de sí.

Termina en pocos minutos.

Ella lo seca sin prisa. Lo peina con sus dedos. Provoca una nueva erección con la mano.
Mauricio se tiende sobre ella.
No es muy original; no importa.

Ella

Tres de la tarde: una hora con un oficinista.
Cuatro de la tarde: media hora con un estudiante. Ve el uniforme escolar colgado en las perchas. Se avergüenza de eyacular tan rápido; ella lo trata con cariño. Lo convence de que es así al comienzo, la próxima resistirá más tiempo.
Pasa el resto de la tarde depilándose, arreglando sus uñas y hablando con la nueva de la casa. Tiene diecisiete años. A la nueva no le entusiasma el ambiente, pero lo prefiere a ser mesera o vendedora en una tienda. Aunque la casa se quede con la mitad de lo que ganan, a fin de mes juntan lo que una mesera consigue en medio año.

Domingo. Se sienta en una banca del parque. Compra un cono de helado, el sabor le recuerda a Mauricio. Lo imagina riendo a su costado y a sus dos hijos jugando en la arena. Se siente ridícula. Se retira.

Es puntual en su hora de entrada y salida, le paga a la administradora la comisión exacta, nunca hay quejas de nadie.
Un abogado está aficionándose a ella. No lo soporta: hace chistes vulgares y su olor a cigarro es insoportable.
Mientras más hombres recibe, más fácil resulta olvidarlos. Se esfuerza para no pensar en Mauricio.

Sábado. Poca gente en el parque. Se le ha hecho costumbre visitarlo. Le gusta pensar que así es parte de lo que ve a su alrededor. Parte de una vida, de algo, de un pedazo de algo. Desde hace días no sabe nada de Mauricio. Ella tiene su número, sabe dónde vive y dónde trabaja.
Va a un teléfono público. Marca su número.
Cuelga.

Mauricio

La trata con desgano. Sus encuentros se han espaciado. Ella supone que no está esforzándose lo suficiente.
-Solo podré ver a mis hijos los fines de semana -Mauricio se nota contrariado.
Ella besa su cuello; respira aliviada.
Las caricias se acrecientan. Le toca el pecho y muerde sus hombros con apremio. Intenta no reflejar gusto cuando es abrazada. Vive con detenimiento cada instante.
Lo atrae hacia su cuerpo.
Mauricio susurra que se siente bien cuando está dentro de ella.
Ella lo anima a tomarse el tiempo que quiera.
Mauricio se lo hace sin prisa.

Ella alcanza el orgasmo.

Ella

El estudiante resiste cinco minutos.
Ella lo felicita. Sabe que pronto encontrará una enamorada: tiene lindos ojos, es cariñoso y su cabeza no está llena de las estupideces que debe escucharles a varios. Pronto la olvidará. Lo bueno nunca dura.

Ve al abogado tocando el timbre. Es una versión involucionada de Mauricio. Una copia mal hecha de un hombre. Un garabato con el que debe lidiar cada cierto tiempo; lo atiende con el esmero de siempre.

Se sienta en una banca del parque. Las ramas de los árboles y los columpios se sacuden en desorden. Mauricio apenas la visita; quizá se reconcilió con su esposa.

Mauricio

-Conocí a alguien -Mauricio luce radiante.
-¿Cómo se llama? -ella aparenta alegría. Por dentro está derrumbándose.
-Guillermo. ¿Te sorprende mucho?
-No... ¿Cómo lo conociste?
Las palabras llegan deformadas. Solo comprende que tiene veintitrés años, trabajan en la misma empresa y desde hace un tiempo han comenzado a verse un par de veces por semana.
No es la primera vez que escucha esa historia: un hombre pierde la cabeza por un chiquillo. Nunca pensó que llegaría a tanto. Cuando empezaron a sentir confianza, le contó que en el pasado tuvo sexo con algunos hombres. Trata de olvidar lo que oye. Se siente estúpida. Se odia.

Mauricio termina de quitarse la ropa.
No lo apura. No debe.
Desearía que Guillermo fuese mujer. Pelear contra una mujer es sencillo. No puede competir contra un hombre.

Ella

Lo busca en los clientes que atiende. Su aliento, su olor, sus brazos, su forma de desvestirla. El colegial ya no la visita. Debe estar con una mujer por la que no tenga que pagar. Lo bueno no dura.

Jueves. Una cita con el abogado. Quiere que sea tan vulgar como pueda. Que haga con ella lo que se le antoje, que la devuelva a la realidad, que le recuerde que es un trozo de carne que se alquila. Por lo menos es un verdadero hombre.
Presiona los dientes, acaba fuera. La mira con la superioridad acostumbrada.

Ella le pide que se lo haga de nuevo.

Mauricio

Actúa con desidia, como una obligación que deben tener cada cierto tiempo.
-¿Sabe Guillermo lo que haces conmigo? -sonríe algo incómoda.
-No le molesta, aunque a veces habla de ti con celos.
Un hombre no es asfixiante como una esposa.
No lo apura: quiere llevarse lo que pueda.

Ella

Compra helado y se sienta al costado de una resbaladera.
Las familias a su alrededor la aíslan. La encogen en su sitio.
Su mirada y la de Mauricio se cruzan fugazmente. La calma se rasga. Se quiebra ante su indiferencia. Ni una sonrisa o un gesto para saludarla. No se esfuerza para evitarla: es invisible. Compra galletas para sus hijos. Los niños las reciben. Mauricio se sienta cerca de una poza de arena. Ella los mira, ellos le devuelven una imagen deshecha. Imposible. Fracasada. Le gritan en silencio lo que nunca tendrá. Y que es un pedazo de carne. Un juguete. Un vertedero. Una escupidera.
Arroja el helado a la basura. Se va; quiere que el parque se incendie.

Mauricio y Guillermo

-Quiere probar con una mujer -Mauricio apura un trago de whisky.
Guillermo la mira con timidez.
Nunca había estado en casa de Mauricio. Es como la imaginó: cálida, moderna, con un jardín para los niños.
Él le pide que lo acompañe a la cocina.
-¿Qué opinas? -Mauricio sonríe y coge vasos de la despensa.
-Está guapo. Parece buen chico- le devuelve la sonrisa.
-Lo es. De verdad.
-¿En serio nunca lo ha hecho con una mujer?
-No. Parece que se animó al escucharme hablar de ti.
Ella sonríe con tristeza; sabe que esa sensación pronto se irá, al igual que Mauricio. No menciona el encuentro en el parque: no piensa hacer reclamos absurdos.
Acuerdan el precio. Ninguno de los dos usará preservativos. Los odian.
-Me dio los resultados de una prueba de sangre. No le interesa hacerlo con otros, al menos por ahora.

Mauricio tiene razón: Guillermo nunca ha estado con una mujer. Se ve inquieto. Masca chicle con nerviosismo. Entra en ella con miedo; no tarda en sentirse a gusto. La toca de modo imperceptible.
Ella se imagina atravesada por una viga, perforada, cortada en partes. Es lo mejor: así terminará de desencantarse. Mauricio los ve a un costado. Acaricia a ambos; mira y besa a Guillermo con cariño.
Se sorprende de sí misma: cuando se lo propuso, pensó que se sentiría amargada. Imaginó que no podría.
Mauricio la toma de un brazo y se la pide con un gesto. Guillermo sonríe y se la entrega. Mauricio se coloca sobre ella.
Termina y se echa a un costado.
Guillermo se sienta en la cama y la atrae de la cintura. Se miran a los ojos al hacerlo.
Mauricio toma una ducha.

Al regresar, los encuentra fumando.
Ella le pide el baño. Se encierra. Los escucha: Mauricio le habla como si fuera un niño. Oye sus voces sofocadas por besos.
La invitan a comer. Ella desiste con amabilidad, los estorbaría.

Quiere caminar, regresa a pie a su casa. Guillermo y Mauricio sonríen de forma parecida. Sigue extrañada de su calma. Nada es tan terrible.

Mauricio

Se han tratado como amigos que se conocen de hace mucho y decidieron acostarse. Ella está sobre Mauricio.
-Quédate dentro.
-Por qué te gusta tanto... -él la roza con sus dedos. Luce tranquilo, sin la tensión que lo caracteriza.
-¿Cómo está Guillermo?
-Consiguió otro trabajo y renunció. Es lo mejor que pudo hacer. Además, era una tentación tenerlo cerca -sonríen.
Mauricio habla con un entusiasmo inusitado. Le cuenta que Guillermo lo visita tres o cuatro veces por semana. Los domingos por la noche se quedan en la cama hablando tonterías, viendo películas o escuchando los discos de Guillermo; hay varios en el equipo de sonido. Mauricio le ha tomado gusto a la música de Embrace y The Mars Volta, no sabía quiénes eran. No sabía que podía querer tanto.
Le invita un café en el jardín, tiene libre el resto de la tarde.

Hace un poco de frío, el ambiente es agradable. Calienta sus manos con la taza. Piensa que todo eso pudo haber sido suyo. Quedan pocas flores y las hojas vuelan con el aire.
Mauricio comenta que cada cierto tiempo el jardinero se encarga de llevárselas. Aún no tiene planeado contratar a alguien que trabaje a tiempo completo: está gustándole vivir solo de nuevo.
Se despiden con un abrazo. Quizá para siempre.

Ella

Espera los resultados de los exámenes.
Una enfermera le entrega dos sobres cerrados. Los abre sin prisa:
VIH: negativo
Embarazo: positivo
Lo consiguió. Se lo propuso desde que lo sentía distante. Quería algo que permaneciera a su lado. Ahora lo lleva dentro.

Llega al parque. Debe juntar todo el dinero que pueda. No contará con él y no piensa decírselo: no era parte del acuerdo.
Empieza a llover. Se sienta al borde de una resbaladera. Un par de niños miran hacia arriba y sacan sus lenguas para recibir la lluvia.
Ella los imita. Las gotas son afiladas, parecen de vidrio.
No se mueve: sabe que no pueden hacerle daño. Nada puede hacérselo ahora.

 

© Víctor Falcón Castro