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Víctor Falcón Castro

Muros rojizos

 

 

No sé cuánto tiempo habré estado dormida. ¿O inconsciente? Lo único que recuerdo es un dolor muy intenso antes de despertar debajo de mi cama.

 

Me extraño al ver cómo han quedado mis cosas: las sábanas están rasgadas y apiladas en un esquibna y todos los libros despedazados en otra. Mis discos están rotos y regados por el suelo. La pantalla del televisor tiene una botella atravesada. El espejo ha quedado inservible.

 

Trato de caminar con cuidado hacia la sala, pero algunos pedazos de vidrio se me clavan en los pies.

Antes de salir del cuarto, reparo en que las paredes y el techo se encuentran manchados de sangre. La reconozco con facilidad: todo está impregnado de ese olor ácido y empalagoso.

 

No recuerdo qué pasó, pero no tengo miedo. Al salir, tropiezo con una maceta estrellada. Los jarrones están quebrados y los adornos -o lo que queda de ellos- se encuentran esparcidos. La vitrina que había en el centro de la sala está vacía. Algo que llama mi atención es que las cortinas siguen en su lugar, pero también están manchadas de sangre. Las ventanas están rotas. Trato de cerrar la única que aún sirve; me corto la mano.

Empiezo a sangrar. Entro al baño a ponerme algo.

 

Quedo estática al ver lo que hay dentro de la tina: el cuerpo de un hombre desnudo. No logro reconocerlo: le han arrancado los ojos, las manos y parte de la piel del rostro. Siento náuseas. Le tapo la cara con una toalla.

Me ato una venda alrededor de la mano, sin presionarla demasiado.

 

Tengo que avisarle a alguien lo que ha pasado, pero llevo menos de dos meses en esta ciudad. No sé a quién decírselo.

Camino de regreso a mi habitación. Veo una de las manos del hombre tirada en el suelo. No tiene piel y está deformada; quizá sirvió para esparcir sangre. Evito tocarla. Me doy cuenta de que no tengo nada que ponerme: toda mi ropa está arruinada. Aún tengo ésta, me servirá hasta que pueda conseguir algo.

 

Me pongo el único par de zapatos que encuentro, me amarro elpelo y trato de maquillarme. Salgo del edificio.

Esoy confundida, no puedo recordar nada, no sé adónde ir, no sé qué va a pasar. Lo mejor será pensar lo que voy a decir antes de avisarle a la policía.

 

Me siento en una banca de la calle. Trato de armar mentalmente algo. No puedo. Todo el mundo creerá que yo lo hice. Soy la única persona que vive ahí, nadie me conoce bien, es inútil. Miro mi mano: los dedos están abultados.

 

Entro a la sección de limpieza del supermercado. Cojo varios paquetes de bolsas, botellas de ácido, trapeadores, detergente y cajas armables.

Llego a casa. Dejo lo que compré en el piso y cargo las botellas conmigo. Me aseguro de que la tina haya quedado sin agua, abro uno de los frascos y echo el contenido en el cuerpo del hombre. El encargado del supermercado tenía razón: es muy potente. No quedará nada de él.

 

Destapo con dificultad las demás botellas y las vierto encima. Siento un olro muy fuerte. Salgo y empiezo a guardar lo poco que ha quedado servible dentro de las cajas. Los electrodomésticos están en buen estado, salvo la batidora. Está manchada de sangre. Evito pensar en la posibilidad de que los ojos -tal vez la otra mano- estén ahí. La desconecto y la pongo en una bolsa.

 

La mitad del cuerpo se ha disuelto. Regreso a mi habitación y lavo las manchas de sangre con detergente. Las paredes han quedado con un tono rojizo. El olor es casi inexistente. Suena el timbre. No contesto.

Lanzo seis bolsas llenas por el ducto de basura y salgo a la calle. Recuerdo lo que me falta hacer: comprar comida, echar gasolina, comprar pastillas para el dolor... Me detengo en un cajero automático. Trato de retirar todo lo que queda en mi cuenta. El sistema me lo prohíbe.

Sigo caminando y paso delante de una farmacia. Pido una caja de analgésicos. El dolor que siento en la mano se hace cada vez más fuerte. Iré al doctor mañana. Compro varias latas de comida y botellas de agua en el supermercado. Son casi las nueve de la noche. Del cuerpo solo quedan algunos músculos. Voy a la cocina y abro tres latas de comida. Las consumo del envase. Siento algo de dolor al masticar: es lo primero q          ue como en el día.

 

He dormido durante un rato. Son las once y media. Me levanto, voy al baño y me lavo los dientes y la cara. Hago un repaso de las bolsas que quedan, las tiraré más tarde.

Logro poner las siete cajas que llené en la parte trasera del auto. Pese a que poca gente vive en este edificio, me costó trasladarlas. Pagué tres meses de alquiler por adelantado, así que no tendré problemas con el dueño. Además, no ha pasado nada grave y no queda evidencia alguna de lo que había, salvo el tono rojizo de las paredes del cuarto. Es imposible que alguien lo asocie con sangre.

 

Bajo por las escaleras, entro al auto y lo enciendo. Le queda poca gasolina.

Trato de no forzar la mano al conducir, aún me duele. No dejo de pensar en lo que ha pasado. Creí que todo iba a acabarse al llegar a este sitio. Me equivoqué. Lo peor es que el cuerpo que encontré esta vez estaba muy herido, mucho más que los anteriores. Quiero pensar que esta clase de suerte dejará de seguirme, quizá sea un deseo vano. Me detengo a echar gasolina mientras pienso qué ciudad sería ideal para empezar de nuevo.

 

 

© Víctor Falcón Castro

 

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